Panteones, sepulcros, mausoleos o esculturas, el hogar de una quincena de canes
Uno de los lugares más visitados de Cuba, repleto de obras de arte en forma de panteones, sepulcros, mausoleos o esculturas, es el hogar de una quincena de canes
En la necrópolis de Colón de la Habana, declarado Monumento Nacional de Cuba desde 1987, y principal cementerio de la ciudad, habitan además de numerosas almas famosas entre auténticas obras de arte como esculturas, lápidas, sepulcros, panteones y grandes mausoleos, una quincena de perros, algunos nacidos en el camposanto. Rescatados por Gabriela Orihuela y Marina Álvarez del fondo de fosas en pésimo estado, hoy comen, duermen y pasean por uno de los lugares más curiosos y visitados de la capital cubana.
Redacción y fotos: Pedro SOSA TABIO
Información cedida a LADRIDOS por eltoque.com, plataforma multimedia independiente que cuenta la realidad oculta y dolorosa de Cuba
Desde el interior de una tumba de 1864, en la Necrópolis de Colón, se escucharon chillidos. El sepulcro está cubierto de hierbas y se le ha resquebrajado el mármol por el tiempo y por una planta, que nació en el fondo y lo ha roto todo a su paso hasta salir en libertad. Por los espacios abiertos, le introdujeron un ataúd vacío, extraído en alguna exhumación, y quién sabe cuántas cosas más. También por uno de esos huecos debe haber entrado Risita, sintiéndose protegida por el matorral, y la caja de madera y los trozos de mármol, para parir alejada de la vista pública.
Gabriela Orihuela y Marina Álvarez habían estado atentas a cualquier pista de la madriguera desde que le vieron las tetas hinchadas. Un día, encontraron a las cachorras reconociendo el terreno y pudieron capturar a una. Al día siguiente, ante la amenaza de que unos nubarrones grises se volvieran aguacero e inundaran la tumba, Marina entró y sacó a las otras dos. Dentro había mosquitos, hormigas santanillas y una humedad terrible, cuenta.
Sultana, Jeannette y Rachel, como las nombraron sus protectoras, soltaron algunas lombrices al ser desparasitadas, pero se encuentran en buena forma física, en espera de adopción responsable.
Su madre, Risita, es una de los cerca de quince perros que habitan hoy en el cementerio. La mayoría es sociable y se mueve en las cercanías de la entrada principal. Otros, en pequeños grupos, andan entre las hileras de tumbas más intrincadas y no permiten que se les acerque ningún humano. Todos comen una vez al día y tienen atención veterinaria desde que, hace alrededor de una década, María los tomara bajo su protección.
Hace poco menos de diez años —nadie recuerda la fecha exacta—, otra perra del cementerio, al igual que Risita, encontró un recoveco para dar a luz a su camada. También como Risita, tuvo tres cachorros, pero tuvieron la mala suerte de no ser hallados a tiempo y de haber nacido en lo que resultó ser un nido de ratas, animales que comen cualquier cosa, incluidos cachorros.
A unos metros del «Colón» vive María del Carmen Castro, tiene 84 años y es muy pequeña. La curvatura que la edad le ha impuesto en la columna la hace verse aún más menuda.
María cuenta la historia de todos; casi siempre, relacionadas con abandono o enfermedad. Vive con catorce perros y una gata. Un vecino, trabajado del cementerio la llamó una vez para rescatar “a unos perritos que están todo comidos”.
«Sacarlos fue un dilema. Pasé mucho trabajo, porque estaban escondidos y huían. Cuando los pude coger tenían toda la cola y las patas de atrás en carne viva. Las ratas les habían arrancado la piel a mordidas».
Los salvaron, curaron y dieron adopción. Otra llamada le informaba que había una epidemia de sarna en los perros del cementerio. Estaban sin pelo, con la piel irritada, rascándose compulsivamente. Algunos, apenas podían caminar. Salvó a casi todos, murieron dos.
Una tercera y última llamada fue para preguntarle si podía alimentarlos, porque no tenían qué comer. Le ayuda en la tarea, Elisa Rivas, de 76 años. «Hace como seis o siete años, vine a hacer unas fotografías y encontré a María aquí con los perros —cuenta Elisa—. Como vivo cerca la había visto varias veces. Me acerqué a ella, le pregunté qué era lo que hacía y, desde entonces, empecé a acompañarla». Cuando llega, se sienta en un banco, junto a María, a conversar y acariciar a los perros, que se les acercan y se quedan quietos mientras reciben sus mimos.
Yo venía todos los días con ella —habla Elisa sobre María—, y a veces le daba algo de dinero o alimentos, pero muy poco. La verdad es que ella pasó años sola consiguiendo toda la comida y cocinándola para los perros de su casa y los de aquí. No sé cómo lo lograba.
“Buscaba viandas: boniato, calabaza, malanga, de todo, menos yuca y papa, que no pueden comer. También hay mucha gente que me conoce y me guarda los huesos de pollo, que yo los meto en la olla de presión, los ablando, los machaco para volverlos una pasta y se los doy. Y el arroz de mi cuota era para ellos. Mi esposo y yo nada más comíamos viandas. Él me ayudaba cantidad. Falleció hace poco. Ahora estoy sola en el apartamento y, la verdad, tengo demasiados perros, pero imagínate, a mí me da lástima cada vez que veo uno por ahí…”, comenta María.
Así estuvieron bastantes años hasta que María cogió el covid a al principio de la pandemia y empezó a hacerse cargo Marina, que todos los días llega a las cuatro y media a dar de comer a los perros o los tratamientos que necesiten.
Lleva un carrito metálico con platos plásticos, pomos y una cubeta grande. Sirve comida en los platos y los va diseminando para que cada perro alcance uno. Los conoce a todos: Shakira, La Niña, El Cojito, Negro, la Jimagua… Si alguno no aparece, lo busca en los alrededores.
Cada cierto tiempo, alguno desaparece sin más, lo arrolla uno de los vehículos que entran y salen del recinto o salen y tienen algún accidente; como El Cojito, que perdió una pata al chocar con una moto en la avenida Calzada.
Cuando han comido todos los perros de la entrada, Marina sigue el recorrido, junto a Elisa, hasta el Osario Central, en cuyos alrededores viven los que han resuelto llamar Los Jibaritos, porque es imposible acercárseles.
“A estos hay que dejarles el plato, alejarse, esperar a que terminen de engullir y, entonces, recoger el recipiente. Si están enfermos, prácticamente la única forma de curarlos es metiéndoles la medicina en la comida”, matiza.
Tras haber alimentado y visto —aunque sea de lejos— a todos los perros del lugar, las protectoras regresan a la entrada de Calzada y se van a sus respectivos hogares. A esa hora, las puertas del cementerio están cerradas al público. Los custodios solo las abren para ellas, las protectoras de quienes, a su vez, los protegen a ellos en las guardias nocturnas.
Los datos
1871 año de inauguración del cementerio de Colón, considerado como uno de los más importantes a nivel mundial, a la par del Staglieno, en Génova, y el de Montjuic, en Barcelona.
57 hectáreas que se distinguen por la abundancia de mármol de Carrara, de granito y pizarra, profundos valores historiográficos, reflejos de la espiritualidad y la ideología del cubano
2 millones de personas hay enterradas en las más de sus 56.000 tumbas. El primero fue Calixto Aureliano de Loira Cardoso, arquitecto a cargo del proyecto inicial
21 metros de altura tiene el gran pórtico que sirve de entrada principal, hecho en mármol de Carrara, que representa las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad
(Páginas 27-29)